miércoles, 24 de junio de 2015

Crónica de la batalla de San Juan

Noche del 23 de junio. Las tribus bárbaras se congregan en la esplanada de la Cornisa, sedientos de fuego purificador. Tambores de guerra se escuchan aquí y allí, mientras poco a poco van levantando sus campamentos. Es el rito pagano de las hogueras del solsticio veraniego.

En el huerto, un retén de esforzados hortelanos corniseros esperan su hora. Hay que cuidar del castillo cueste lo que cueste. Guerreros escogidos de la república hortelana nos ayudarán en la defensa: placeros, adelfeos, tetuaneras, sanchitas, barajeros...Se masca la tensión. Se bebe cerveza de lo lindo y se come con ansia, porque no sabemos qué deparará el destino. Hay una calma tensa. Aún con todo nos atrevemos a confraternizar con algunos clanes allí congregados.

Primeras hogueras y ataques al huerto
Pero comienzan las primeras escaramuzas. Hay que emplearse a fondo en las primeras embestidas


de ordas de suevos, alanos y turingios que con perseverancia intentan aliviarse en las cercanías de la puerta principal de la fortaleza; grupos dispersos de hermunduros se agolpan en la entrada buscando similar descanso a sus vegigas. Incluso avanzadillas individuales de longobardos intentaban atacar lanzando por encima de la muralla aquéllo que les sobraba del festín.

Se combate con arrojo y valor. Pero las fuerzas flojean. Los efectivos son cada vez menores en nuestro lado. La brigada principal del huerto tiene que abandonar el frente de batalla cuando la cosa se ponía más chunga. Hay que parapetarse entonces en la entrada principal. Se da por perdido el frontal principal del huerto ante el ataque insistentes de chorras licuosas que segregan su amarillo líquido sobre nuestros bancales laterales. En el flanco sur las composteras hacen lo que pueden para atajar los cientos de orines que les son depositados en su vera.

Las embestidas eran cada vez más furibundas
Pasan las horas y las embestidas son cada vez mayores y más furibundas. En la cercanía, un sillón sirve para alimentar las llamas de un campamento burgundio. Nuestros efectivos sevan  reduciendo aún más.
A las 3,30 sólo quedan Manu y Carlos. Se conjuran entonces a sus dioses domésticos: si hay que morir por el huerto, se muere, pero en esa noche no iba a ocurrir. Cuando a las 6,30 parece que todo está perdido, las legiones romanas hacen acto de presencia y, solo con el resplandor de sus armaduras, dan final a la bárbara bacanal sanjuanera.

Hemos salido vencedores. Pero aún con todo ha habido bajas. Nos han chingado las tapas de los compostadores. Una avanzadilla de ostrogodos entró por el flanco sur, llevándose consigo parte de la empalizada y mutilando las composteras. 

Hemos aprendido un par de cosas al menos para el año que viene. Yo, al menos, propongo electrificar la valla y meter dentro perros hambrientos (lo sé, nunca llegaré a concejal).

Hoy, el aspecto de la Cornisa no se parece en nada al que había ayer por la noche. Todo está limpio, hay silencio. Tan solo es apreciable la batalla en pequeños círculos quemados que quedan, aquí y allí, en el suelo. Los árboles se oxigenan tras la experiencia de soportar humos negros; nuestras plantas se reponen del nitrógeno extra recibido de los sistemas excretores del personal; el estornino canta sobre el tejado del centro de mayores.

(¡Muchas gracias a Manu y Carlos, nos habéis salvado!)

Manu y Carlos se felicitan tras la victoria

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