Para entender cómo los arquitectos han realizado ese largo viaje desde los depachos de un estudio de arquitectura hasta los bancales de un huerto urbano hay que remontarse a los tiempos previos al boom inmobiliario. En esa época un arquitecto (normalmente tío, que tías había pocas) era una persona que se dedicaba básicamente a planificar y proyectar casas. No había muchos y vivían bien. Con la fiebre del ladrillo, las escuelas de arquitectura no pararon de escupir nuevos arquitectos y arquitectas dispuestas a ofrecer sus servicios a las nuevas demandas del mercado. En líneas generales, y salvo algunas excepciones, encontrábamos tres tipos diferentes, cada uno con una misión que se amoldaba a las necesidades del negocio recién formado: estaba el clásico que hacía casas, bien en la versión de bloques de edificios en masa para el extrarradio de cualquier ciudad, o bien en la versión de ristra de adosados o pareados (con o sin piscina); estaba el urbanista que proyectaba los PAUs con muchas rotondas, resorts o urbanizaciones (con o sin campo de golf) donde se iban a colocar los sarmientos de adosados o bloques; o bien estaba el arquitecto municipal (con o sin participación en los pelotazos) que firmaba proyectos a destajo. En esta época había muchos (y muchas) y también vivían bien.
Explotó la burbuja inmobiliaria y cienes y cienes de arquitectos y arquitectas se quedaron mano sobre mano. Eran muchos y muchas y ya no vivían muy bien ¿Qué hacer entonces? Dos elementos se cruzaron en su camino: el palet de obra y el solar huérfano del despiporre del pasado. A falta de ladrillos había madera de baja calidad y barata con la que fabricar un nuevo mobiliario adaptado al momento; a falta de suelo recalificado había suelo que no se urbanizaría en años, a disposición del que lo cogiera. Y es en este momento donde los arquitectos entran a formar parte del paisaje agro-urbanita.
Armados de atornilladores eléctricos se dispusieron, con frenética saña, a llenar de todo tipo de enseres, estructuras, piezas y cachivaches las "zonas estanciales" de los huertos urbanos. Proliferaron gradas (con y sin ruedas), bancos, amacas, columpios, mesas, sillas imposibles, bancales de diseño, umbráculos, cúpulas geodésicas e invernaderos (con y sin utilidad)... Pero al mismo tiempo fueron produciendo un nuevo lenguaje que poco a poco fue calando entre los hortelanos como el chirimiri en la tierra reseca. Los solares dejaron de ser solares, pasaron a llamarse "espacios públicos de autogestión ciudadana colectiva"; si se quedaba para currar entre varios se trataba de "construir redes abiertas de trabajo"; si entre todos pensábamos cómo queríamos el huerto, estábamos "planteando tipologías de restauración como acto creativo en el espacio público"; si hacíamos un bancal estábamos haciendo "urbanismo con nuestras propias manos"; las asambleas se convirtieron en "sistemas constructivos que permiten la creación colectiva y el diseño con múltiples cabezas"... y un sin fin de sintagmas de difícil comprensión para el profano pero que tan elegante quedaba en la boca de quien lo pronunciaba.
Cuando están en estado de reposo, para diferenciarles del resto de los hortelanos no tienes más que decir que sabes dónde hay un solar sin ocupar. De forma automática se le encenderá un brillo misterioso en la mirada y un colmillo le asomara entre la comisura de sus labios. Seguidamente se interesara por su localización, dimensiones y propietarios..., para, a continuación, planear "un proceso participativo con los actores principales del barrio que formen un grupo motor que dinamice el proceso creativo de diagnóstico y planificación del espacio". Osea que hablarán con la asociación de vecinos del lugar para llenar aquéllo de gradas (con o sin ruedas), bancos y cúpulas geodésicas fabricadas con palets.
Como decíamos, a pesar de sus rarezas, no son mala gente. Ya no proyectan urbanizaciones (con o sin campo de golf) ni hoteles lujosos (con o sin spa). En La Cornisa tenemos unos cuantos (con o sin barbas). Otros nos visitan de vez en cuando y, mirando hacia el horinzonte, se ponen a imaginar plataformas que vayan de árbol a árbol para aumentar la zona estancial. Algunos traen orujo cántabro de alta calidad, otros además saben partir queso de cabra.
Lo que ellos no saben es que participamos en un proyecto municipal de reinserción del arquitecto desubicado. Por cada arquitecto acogido con intenciones de "hacer ciudad", el área de educación ambiental del Ayuntamiento nos regala un juego completo de sartenes y una mantelería. No dejéis de pasaros por La Cornisa, podréis conocer in situ lo que aquí os contamos... y ya de paso os lleváis un juego de sartenes (con o sin teflón), que ya no caben en la caseta...
El gran Floren (a la derecha) con el incomparable Ruben Basurama, gran cortador de queso |
Cinco juegos de sartenes |
Gradas (con ruedas) |
Genial (con razón). sí, apadrina un arquitecto en tu huerto (con barba, chico o chica, es más agrocool)
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